¿Y si tu hijo no está perdido, sino saturado?
Lo que llamamos apatía juvenil puede ser una respuesta inteligente al colapso del sistema… pero también puede ser una evasión sostenida
"Mi hijo no quiere nada. Está todo el día tirado. Lo intento animar, pero no reacciona. Parece perdido."
¿Y si no está perdido? ¿Y si simplemente ya no le cabe más nada en el personaje
? ¿Y si la parálisis que ves es una forma de protección ante un sistema que no le ofrece refugio, sólo velocidad, juicio y expectativa? ¿Y si, en otros casos, también fuera una forma de evitar asumir responsabilidad ante una realidad que exige más de lo que quieren dar?
I. Vivimos en tiempos donde lo normal es estar saturado
Zygmunt Bauman habló de la sociedad líquida: todo cambia rápido, nada se asienta, lo estable se vuelve sospechoso. Y los jóvenes… lo viven en carne viva.
Mientras tú buscas certezas, ellos crecen en medio de una niebla constante:
Carreras que ya no garantizan nada.
Profesiones que se extinguen antes de que terminen de estudiar.
Relaciones que se consumen antes de consolidarse.
Cuerpos e identidades que se exigen perfectos y flexibles… al mismo tiempo.
No es que no quieran. Es que no pueden más.
Pero cuidado: no todos están igual. También hay quienes, frente a este caos, responden con acción, con decisión, con compromiso. Y eso no es producto del azar. Es producto de una postura interior.
Entonces sí: no están todos vacíos. Muchos están llenos. Pero también hay quienes, simplemente, han aprendido a no hacerse cargo. Y a vivir bajo el techo de la apatía como excusa permanente.
II. El colapso de la dirección
Carl Honoré, en su crítica a la cultura de la prisa, nos recuerda que incluso el desarrollo humano tiene ritmos naturales. Pero hemos instalado la idea de que madurar es correr. Decidir pronto. Tener claridad a los 17. Monetizar a los 20. Tener impacto a los 25. Tener propósito antes de fallar.
Y Michel Onfray lo expone de forma brutal: vivimos como si el sentido viniera desde afuera, como si la existencia se justificara con logros públicos. Pero el alma necesita espacios de silencio, lentitud, duda… justo todo lo que negamos a los adolescentes.
Entonces: cuando tu hijo “no quiere”, tal vez lo que está haciendo es resistirse a un sistema que no le deja espacio para sentir lo que realmente quiere. Pero también es posible que se haya acostumbrado a evitar, a posponer, a no comprometerse con nada.
III. La sobreexigencia disfrazada de libertad
Hoy los jóvenes deben elegir entre mil caminos… sin guía. Tienen acceso a todo… pero sin saber por qué elegir nada. Viven la paradoja de la elección: cuando puedes ser todo, no sabes por dónde empezar.
A los 17 ya deben:
Elegir carrera.
Saber qué los apasiona.
Tener perfil profesional.
Emprender.
Ser felices.
No fallar.
No defraudar.
No aburrirse.
No quedarse atrás.
¿Y tú te preguntas por qué no responden?
Tal vez su silencio es una forma de gritar: “¡Paren el mundo, no estoy listo para decidir!” Pero también puede ser el silencio de quien no quiere hacer el trabajo. El alma tiene sus procesos, pero también necesita voluntad.
IV. Lo que ves como apatía, puede ser protección... o evasión
El cerebro adolescente no está diseñado para tomar decisiones de vida estructurales bajo presión. Su sistema límbico está hipersensible y su corteza prefrontal aún se está cableando. Por eso reaccionan con evasión, parálisis o rabia.
Y si a eso le sumas el bombardeo emocional de redes, comparaciones sociales, sobreestimulación, modelos imposibles de éxito… el resultado es fatiga existencial.
Pero hay una delgada línea entre el joven saturado y el joven que ya aprendió que si se queda quieto, alguien más resolverá por él.
Como padres, debemos ser empáticos sin volvernos cómplices. Comprensivos sin justificarlo todo. Presentes sin anular el camino del otro.
V. Entonces… ¿qué hacemos como padres?
Deja de exigir claridad. Comienza a generar espacio. Tu hijo no necesita que lo empujes a elegir algo que no siente. Necesita un campo fértil para explorar… pero también necesita sentir que hay consecuencias si decide no avanzar.
Disminuye la velocidad del vínculo.
No todo tiene que resolverse esta semana. Invítalo a conversaciones lentas. A momentos sin celular. A caminar. A estar sin objetivo. Pero que no se vuelva un escape permanente.No le pongas etiquetas (ni positivas ni negativas).
No es “flojo”, “genio incomprendido”, “adolescente difícil” ni “nene eterno”. Es alguien atravesando una etapa intensísima. Pero si se queda en ella por años, hay que actuar.Pregúntale más sobre lo que siente y menos sobre lo que hará.
La acción viene después del sentido. No antes. Pero la inacción no debe volverse una norma.Haz de tu casa un lugar donde no tenga que fingir que está bien.
Si tiene que disimular contigo, lo perderás. Pero si se acomoda eternamente ahí, también.Y sobre todo… revisa tu propio miedo.
Muchas veces exigimos claridad porque nos da miedo el caos que ellos nos revelan. Pero tal vez ese caos es el inicio de algo real. O tal vez no. Hay que observar con honestidad.
Epílogo: tu hijo no está perdido, pero no puede quedarse ahí
No le fallaste. No lo perdiste. Pero si lo ves estancado, no puedes seguir ignorándolo.
Porque solo cuando lo mires sin juicio pero con verdad, podrá comenzar a vaciarse de lo que no le pertenece… y a construirse con lo que sí.
Y si no lo hace… entonces, como padre o madre, tendrás que trazar un nuevo límite.
Por amor. Por él. Y también, por ti.